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MARTHA GELLHORN: LA REPORTERA DE BATALLA

Nació en Missouri, Estados Unidos, en 1908, y su padre fue un migrante prusiano que amaba viajar como un condenado; su madre, Edna Fischel, fue una indómita mujer que participó activamente en un movimiento que luchó por el derecho de la mujer al voto. Libertad y rebeldía heredó de ambos esta mujer que sólo soñaba con dedicarse totalmente a la literatura y nunca al periodismo, cuando en 1936, en un bar de Key West, Florida, conoció al escritor cuyo nombre comenzaba a resonar debido a libros como “Fiesta”, “Adiós a las armas” y “Las verdes colinas de África”. Ernest Hemingway la deslumbró diciéndole que en España había estallado una guerra civil y que él iría como “corresponsal antiguerra”, como cronista de los guerreros del lado que según él representaban la justicia y la libertad: Los republicanos. A ella le fascinó la definición “corresponsal antiguerra” y aceptó al año siguiente viajar con él a Madrid, y vivieron juntos en el mismo hotel. Por si acaso se había conseguido un papel que decía que colaboraba en la revista “Collier’s”, pero la verdad es que le aterraba la idea de ser testigo de tanta violencia, sobre todo entre connacionales. Así empezaba cuando una bomba estalló en el hotel y tuvo que salir a ver lo que sucedía.

 

Ese fue el principio de una portentosa carrera de sesenta años que la condujo a los escenarios de conflicto más diversos; y así como pudo observar la sofisticación progresiva de los armamentos, la modernización de las estrategias bélicas y la aparición de diversas formas de confrontación de famélicos pueblos contra grandes potencias, también mantuvo durante toda su vida una vigorosa campaña antibélica. La más notable de las corresponsales de guerra del mundo era una consumada pacifista que nunca declinó su permanente denuncia contra quienes inventaban batallas para engrosar sus cuentas bancarias. La más devastadora epidemia de la que todavía no se desprende la humanidad, decía ella, no era ni la corrupción ni la droga sino la venta de armas. Y lo decía con la certeza de quien había sido testigo de los peores enfrentamientos, como una periodista a quien le importaba más el sufrimiento de la gente que los cubileteos diplomáticos para alargar las guerras o la eficacia de las tácticas bélicas con tecnología de punta. Ella prefería escribir sobre la lucha por la vida, y no sobre las victorias de la muerte.

 

En eso se diferenciaba de Hemingway, a quien le fascinaba jugarse la vida y adoraba los conflictos armados, pero sobre todo ser protagonista de los mismos. Sus crónicas de la guerra civil en España son relatos en los que el centro de la atención suele ser él, mientras que ella, quien también había visto lo mismo que él, prefería que los combatientes y la gente relatasen las penurias de los días de fuego. Sin embargo, a pesar de ser conscientes de que tarde o temprano sus discrepancias terminarían por erosionar y terminar con su relación, después que ella viajó a Finlandia para presenciar la invasión nazi a ese pacífico país, se trasladaron juntos a China para relatar la guerra de liberación dirigida por Chiang Kai-Chek contra la invasión japonesa. Después de casarse el 21 de noviembre de 1940, estuvieron en los diversos frentes aliados en Europa que combatían al enemigo común alemán. Cuando el 25 de agosto de 1944 Hemingway celebraba la liberación de París en el hotel Ritz, el matrimonio había naufragado y cada uno estaba por su lado como escritores y periodistas. Es más, entonces el novelista se había enamorado de otra persona con la que se casaría por cuarta vez, Mary Welsh.

 

La tercera mujer del autor de “Por quién doblan las campanas” – a quien le dedicó el libro – jamás hablo públicamente de la vida que compartió con él, sencillamente porque creía que no era importante.

 

Ella era así, de carácter bronco y decidido. La reportera siguió las incidencias del final de la Segunda Guerra Mundial sin su marido, de quien no supo que se había matado. Ella no había abandonado su carrera; por el contrario, se dedicó de lleno a los más importantes conflictos de la postguerra, como la división de Corea, el levantamiento popular en Java contra los colonistas holandeses y la guerra de independencia israelí frente a las Naciones Árabes en Oriente Medio, sin contar el juicio a los jerarcas nazis en Nüremberg. “Los pueblos no exigen nunca guerra, como prueba el hecho de que ningún pueblo cree haber iniciado una”, escribió a principio de los años sesenta. Entonces había decidido dedicarse solo a sus novelas y dejar el periodismo, pero el más pavoroso de los conflictos en los últimos cincuenta años la devolvió al campo de batalla: Vietnam.

 

“He escrito ficción porque era lo que deseaba hacer, y me he dedicado al periodismo por curiosidad”, así justifico su viaje a la península de Indochina. “La curiosidad, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismo sea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad. Alguien tiene que hacernos llegar las noticias, ya que no podemos saber todo por nosotros mismos. Yo no quería saber nada de las nuevas estrategias militares, ni ver otra vez como hombres jóvenes se mataban unos a otros por orden de sus vetustos superiores. Decidí ir a Vietnam porque tenía que saber por mí misma, ya que no lo podía saber por nadie: qué le ocurría a aquel pueblo sin voz de Vietnam”.

 

En una de sus más memorables crónicas concluyó de la siguiente manera un texto sobre la intervención norteamericana que acabo de modo catastrófico y humillante: “La guerra de Vietnam no es en absoluto un problema exclusivamente americano; es un problema de todos. Y puede ser nuestra última oportunidad para entender que ya no podemos permitirnos ni siquiera las guerras pequeñas. Puede que finalmente hayamos llegado al momento de la verdad y debamos decidir que ha quedado obsoleto, si la guerra o la especie humana”. No era una fanática que agitaba a las masas con una pluma flamígera. Era una observadora pertinaz, y con la seguridad de haber estado en el terreno de los hechos, se forjaba una opinión. De allí que incluso criticaba a sus colegas: “Son crueles los reportajes sobre la guerra que parecen la descripción de un partido de futbol entre un equipo de héroes y otro de villanos, en el que el marcador reflejase el ‘número de cadáveres’ y el ‘porcentaje de muertos’”. Por su objetividad y vehemencia, su fervor incalculable para las víctimas, sus reportajes fueron incluidos en Reporting Vietnam, la más reciente y famosa colección de artículos de periodistas norteamericanos sobre la guerra que un hambriento y pobre ejercito gano a la más poderosa escuadra militar del mundo.

 

Estuvo en el Medio Oriente para la guerra de los Seis, en Nicaragua cuando los “contras” financiados por la CIA intentaron derrocar a los sandinistas, en El Salvador en los días de la salvaje represión militar con los auspicios de la Casa Blanca, en la invasión norteamericana de Panamá para derrocar al ex- socio incomodo Manuel Antonio Noriega. Tenía más de ochenta años y mantuvo al tope el entusiasmo y la indignación contra la guerra, como cualquier otro muchacho que recién empieza a reportear conflictos. En uno de los últimos prefacios que escribió para su colección El rostro de la guerra, hizo un recuerdo de su existencia: “Después de una vida observando la guerra, considero que ésta es una enfermedad humana endémica, y que los gobiernos son sus portadores”, se explicó: Escribí muy deprisa, como tenía que hacerlo; y siempre temía olvidar el sonido, el olor, las palabras, los gestos exactos que eran propios de ese momento y ese lugar. Pero la cualidad de estos artículos es que son de verdad, cuentan lo que vi. Puede que recuerden a otros, como me recuerdan a mí, el rostro de la guerra.

 

Antes de morir instruyo a la hija que adoptó, Sandy, que cremara sus restos y arrojara sus cenizas al Támesis “para continuar viajando”. Ella era Martha Gellhorn. Y bien pudo llamarse Coraje.

 

Fuente: http://disonancias-zapata.blogspot.com/2012/08/martha-gellhornuno-de-los.html#

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